Una boda, Aaron y su perro anarquía

Aaron Nachtailer diseñador

Mientras arrancaba con quirúrgica delicadeza algunas hojas de hierbabuena para preparar mi Jägermeister, pensaba en voz alta: “Veinte días no es nada”.

Quizás veinte días fueran suficientes para esperar un turno en mi dentista (Yuri, un ucraniano que parece tener las cruentas técnicas de la ex KGB para extraer una muela, pero que no me cobra porque le recuerdo a su hermano) o para recorrer cada uno de los bares de Barcelona. Pero para conseguir el traje para mi casamiento era muy poco tiempo, sin dudas.

Ya teníamos todo cerrado: fiesta en el Delta, tragos, noche de bodas, luna de miel en el Caribe. También teníamos las alianzas, y habíamos enviado las invitaciones. Mi futura esposa, vestuarista y obviamente previsora, ya tenía su vestido bordado por un diseñador amigo, prolijamente guardado bajo siete candados para que yo no pudiera verlo. Por suerte ella no quería saber cómo iba a vestirme yo, prefería sorprenderse al verme en la ceremonia (y a este paso, vaya que iba a sorprenderse). Simplemente se limitaba a un “vos ya tenés todo, mi amor?”, a lo cual yo respondía con un categórico y decidido “Obviously, mi vida!”, sin sacar las manos de mis bolsillos y con cara de superado. Funcionaba, pero no por mucho tiempo: tenía que resolverlo pronto. Y de paso, rezarle a la Virgen Desatanudos.

Quiero aclarar que no era mi intención caer en la fiesta con una de mis polos Fred Perry, jeans y zapatos slippers. Quería esmerarme en la vestimenta, pero suelen pasarme estas cosas: siempre creo que tengo demasiado tiempo, hasta que me doy cuenta que es demasiado tarde. Y entonces corro. El hecho es que esta vez, no sabía para dónde salir corriendo.

Había guardado en mi notebook algunas referencias que me gustaban, de Tom Ford, Marc Jacobs y algunas tiendas de Savile Row. El tema era cómo, dónde, con quién. Dios mío, cuántas preguntas. Me faltaba preguntarme por el sentido de la vida y estaba completo.

Hasta que un día, me encontré con un amigo en la puerta de mi oficina. Cuando le conté las dudas (a esa altura casi metafísicas) que tenía sobre mi traje de novio, el me dijo algo que nunca olvidaré: “Andá a verlo al negro”. Lo cuento y se me pone la piel de gallina, mirá.

El negro era un gran amigo de él. El negro era diseñador, y de los buenos. El negro, era Aarón Nachtailer.

Me pasó su número, lo llamé ése mismo día y al día siguiente fui a visitarlo a su departamento. Mientras subíamos en el ascensor, “Matador” (su anárquico bulldog francés) no paraba de mordisquearle sus botitas skaters. Cuando entré, un universo paralelo se abrió ante mis ojos: Cuadros de Star Wars, maniquíes con trajes militares que parecían venidos de Stalingrado y telas, muchas telas estampadas. Las estampas que hacía el bueno de Aaron eran impresionantes: virgencitas, flores, calaveras y hasta su perro-anarquía en camisas, pantalones y pañuelos. Realmente, un hallazgo. Y por si fuera poco, el negro era un tipazo. Me dije “listo, cerrame la cinco”: había encontrado a “la” persona.

Aarón diseña él mismo los estampados de sus telas. Sus prendas son increíbles, y ni hablar de los pañuelos: desparramó sobre la mesa del living algunos recién confeccionados y no pude desprender mi vista de ellos. Eran hipnóticamente atractivos. El negro es un creativo, un talentoso con el sentido de la estética sutilmente agudizado. Nada en sus obras está de más, tampoco de menos; cada detalle está, porque inevitablemente debe estar. Si Aarón tuviera que hablar de sí mismo, estoy seguro que diría que es feliz en su mundo privado, que disfruta al jugar entre colores y texturas como un niño, como jugaba de pequeño en su Neuquén. Que en mapuche significa audaz y arrogante, y eso precisamente corre por las venas de este hombre-niño: el viste con audacia la arrogancia innata del dandismo. El burgués provocador de Stendhal dijo alguna vez “lo bello no es sino promesa de felicidad”, y Aarón está alegremente convencido de eso.

Después de tomarme las medidas, hicimos unas pruebas y me dijo que decidiera lo antes posible el estampado porque estábamos jugados con el tiempo. Eso yo, ya lo sabía. Pero como indica claramente el manual del buen dandy, no debía perder la compostura y mucho menos a esta altura, por lo cual ni me inmuté. Nos despedimos, saludé a Matador (que ya empezaba a mirar fijamente mis zapatos), y tan pronto llegué a mi departamento, me tiré sobre la alfombra a elegir entre las muestras que Aarón me había dado.

Finalmente, justo a tiempo, tuve mi traje de novio. Pantalón pinzado floreado, con un corte a lo Gran Gatsby, moño y pañuelo haciendo juego, y un saco de dos botones color rosa Dior. Aarón lo había logrado.

Christian en su noche de boda vestido por Aaron
Christian en su noche de boda vestido por Aaron

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Hoy, mientras celebro mi aniversario de bodas con mi trago favorito, brindo también por el negro y su inseparable amigo Matador. Gracias a que los conocí, salvé mi pellejo de los retos de mi esposa.

Y les aseguro, amigos, que enojada es mucho más brava que el ucraniano Yuri.

Iniciado bajo el ala de Mariano Toledo, con influencias de la música hip hop y artistas urbanos, Aaron Nachtailer encuentra en el diseño una nueva forma de expresarse e interpretar las obras de sus referentes. Concursos y participaciones lo llevaron a la ciudad de Nueva York, lugar donde nace una de sus principales premisas para desarrollar sus looks: la mezcla de diversos elementos que conviven dando origen a uno nuevo. Con una visión global y nacional, sus colecciones se forman de productos nobles que convierten sus prendas en una obra deseable, controversial y reaccionaria.

Texto: Christian Baigorria

Fotos: Ari MendesLucio Alvarez LastraJuan Ignacio Tapia

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